lunes, 14 de septiembre de 2009

La soledad del volante



Ernesto es un tachero de esos que inicia conversación instantáneamente con sus pasajeros. El ¿qué tal?, rompe el hielo, y da inicio a una charla que en principio recorre siempre los mismos temas: el clima, el fútbol y si ese día hay algún corte de calle o manifestación, probablemente política. Esas son las temáticas básicas que esgrime el taxista cincuentón a cualquier ser humano que aborde su viejo pero cuidado Peugeot aurinegro. A través del espejo, del que cuelga un rosario con el escudo de River, relojea las caras de los que van atrás, mientras charla. Se asegura de que ellos también hagan contacto visual, porque es de esas personas que cuando hablan o escuchan, necesitan ver siempre a los ojos, o al menos al rostro. En ocasiones hay pasajeros que suben y se ponen a leer una revista, se refugian en sus i-pods, o tal vez, el caso que Ernesto odia más, hablan por celular todo el viaje. Eso lo saca de quicio, hasta tal punto de que siempre hace la pequeña maldad de subir el volúmen de la radio, para forzar el típico: "Disculpame. ¿No me bajas un poco la música?". Ernesto la baja y se reconforta pensando que al menos molestó al pasajero en su atrevida acción de hablar deliberadamente por celular.
El comportamiento de este taxista porteño, responde a una lógica muy simple. Pasa 8 horas al volante sentado, mientras afuera de su auto el mundo se mueve, pasan cosas. Ernesto, por el momento condenado a manejar su lata con ruedas, est
á privado de ese paraíso del mundo exterior y acumula rabia para con los pasajeros que no estén dispuestos a suministrarle una dosis de realidad. Esa que puede ir desde contarle porque se dirige a Libertador y Tagle, a discutir porque Messi aún no juega bien en la selección. Casi resentimiento siente el taxista con aquel que decida no prosperar en la charla viajera. Es un buen tipo, pero estas cosas realmente le molestan.
Si el pasajero se une a su tan preciado ejercicio dialéctico, Ernesto no tendr
á problema en pisar un poco más el acelerador y ponerse picante a la hora de pasar colectivos y colegas, quizás hasta se atreva a pasar un semáforo en rojo por un joven copado que llega tarde a la facultad. En cambio, si la persona que lleva decide no sumarse a su plática, se vuelve un chofer pasivo que elige los carriles cargados y lentos. Si está realmente muy irritado por la actitud de su pasajero, hasta confunde calles con intención.
Puede estirarle el viaje un par de cuadras a alguien, pero jamás lo hace para cobrar algún peso de más. Aunque de hecho lo termine haciendo ya que la cifra del taxímetro indefectiblemente se engorda, él y su conciencia saben muy bien que no es robar lo que quiere, sino devolver el irrespetuoso gesto de no haber entablado conversación.
Ernesto es solo un espécimen de esta estirpe de tacheros charlatanes que hace tiempo invadió las calles de Buenos Aires. Los taxistas que profesan la doctrina conversadora como
él, cuentan cada uno con su propia técnica para reprimir a los mudos. Alerta ciudadanos, aflojen sus lenguas en los taxis y sumérjanse en la mas profunda conversación con el conductor, o sufran las consecuencias.



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